El comunismo es una mierda.
Años atrás.

Corría mil novecientos ochenta y tantos, pleno verano, caliente y húmedo como es habitual en Cuba. Era la segunda semana de julio y, como cada año, me fui a trabajar al Campamento Internacional de Pioneros de Varadero, inaugurado en 1977 por Fidel Castro para el disfrute de los niños cubanos; hoy, un hotel para el disfrute de los turistas no precisamente cubanos.
El campamento para niños ayer, hotel hoy, se encuentra bien al fondo de la playa de Varadero, llegando a Las Morlas, ayer, un lugar escondido, simple y modesto; hoy, hotel lujoso al servicio del turista extranjero.
Como cada año, pasaría unas vacaciones negadas a la inmensa mayoría de los cubanos.
Sin embargo, aquel año sería diferente, porque fue entonces cuando conocí a Dagmar, maestra al frente de la delegación de pioneritos venezolanos, quien resultó ser una muchacha joven con mente muy abierta.
Entre ella y yo jamás sucedió nada espectacular y caliente, experiencia típica de las vacaciones de verano, todo lo contrario. En apenas dos meses, forjamos una amistad simple y sincera que duraría muchísimos años hasta que un día, no recuerdo cómo, dejamos de comunicarnos.
Dagmar y la revolución.
Dagmar no era comunista ni nada que se le pareciera; pero el solo hecho de representar a las organizaciones de izquierda de su país anticipaba que sus ideas eran, cuando menos, "bolivarianas".
No obstante, como he dicho antes, Dagmar tenía la mente muy abierta y no puso objeción cuando tratamos de hacerle entender por qué la revolución cubana y el comunismo, en general, eran un fraude.
Pasamos un mes y algo hablando de los temas más diversos, incluyendo, por supuesto, la revolución, el socialismo, el comunismo y demás temas obtusos, habidos y por haber. Al final del camino, nos despedimos en el aeropuerto como buenos amigos.
El tiempo pasa.
Dagmar regresó a Venezuela con una visión menos idílica sobre la revolución cubana. Tal cambio, me confesó en el último momento, le traería problemas con su esposo y su familia, quienes eran furibundos comunistas. Tanto así que a su esposo le habían endilgado Ilich como segundo nombre en honor a Lenin.
Ya ida Dagmar, me mantuve en contacto con ella gracias a mis relaciones legales, semi-legales e ilegales con seres humanos que habían tenido la suerte de no nacer en Cuba.
Cada mes o algo así, recibía correspondencia desde Venezuela y cada intercambio era una sesión de preguntas y respuestas sobre el comunismo. Una constante en nuestro trueque de cartas era el esposo de Dagmar quien, me contaba ella, estaba loco por conocerme personalmente y tener una conversación seria conmigo sobre el comunismo. Su esposo no podía creer ni una sola palabra de lo que describía en mi correspondencia; aquel hombre vivía convencido que yo estaba completamente equivocado.
Años después.
El tiempo pasó y yo tenía a la sazón una novia sueca con quien residía semi-legalmente gracias a un documento de inmigración que me costaba veinte dólares mensuales y me autorizaba a residir con una ciudadana extranjera.
Un día cualquiera, entrando por la puerta de la casa, ahí estaba Anna, la sueca, esperándome para decirme que el marido de Dagmar, Boris Ilich, estaba en la Habana.
Boris había aterrizado la noche anterior y pasaría el primer día en misiones del partido comunista de Venezuela; pero quería venirse con nosotros al siguiente día a pasarse las dos semanas de estancia en la Habana.
Había llegado la hora de que me fuese preparando para la correspondiente conferencia comunista y así se lo deje saber a mi novia sueca, quien, en su momento, hubo de coquetear con el comunismo. Le conté a Anna la historia de Dagmar y nos preparamos para la próxima aventura.
Al siguiente día.
Boris se había hospedado en el Hotel Deauville y me esperaría temprano en la piscina que, caprichosamente, estaba localizada en el techo del hotel.
¡Por suerte, yo tenía esa novia sueca semi-legal! Porque no había manera posible en aquellos años, ni ahora, creo, que un cubano entrase por la puerta de un hotel, se montase en el elevador y fuese hasta la mismísima azotea a encontrarse con un ciudadano extranjero.
Cuando el elevador se detuvo, la puerta se abrió y ahí estaba la piscina frente a nosotros, completamente vacía, excepto Boris, el gordito con barba y aspecto bonachón, quien me abrazó y me soltó en la cara que el comunismo es una mierda.
¡¡¡BORIS LLEVABA UN DíA EN LA HABANA!!!